miércoles, agosto 17, 2005

xvii



Me gustaba el aroma, pegar la nariz al borde. Pensaba en las niñas que me gustaban, imaginaba que ellas habían usado ese retrete (o cualquiera de los otros seis de la escuela), que habían estado ahí, con los calzones abajo, meando, cagando, poniendo las nalgas sobre esa superficie fría que, a pesar de la limpieza diaria, levantaba un aroma regular y constante. Al otro día las miraba de una manera distinta, sabía que tal vez una de ellas era la de la menstruación, la de la diarrea, la que ponía insultos anónimos contra su compañera de curso, la de la mierda embarrada con los dedos en una de las paredes. Después adquirí el gusto de oler el papel higiénico, de restregar la boca, parte del rostro. Otras imágenes me asaltaban, más explícitas, más pobres que las primeras. Frecuentaba el baño de las profesoras, pensaba en aquella de las medias color carne, de cabello corto, oscuro, la de la piel más blanca que había visto hasta entonces; pero no pensaba en poseerla, pensaba más bien en su falda tocando el piso, bajando las manos para limpiarse, con las piernas abiertas. Yo intentaba procurarme de todo aquello con cierta regularidad. Luego, sin darme cuenta, perdí lo adquirido.

Los motivos, en todo caso, no son importantes.

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